lunes, noviembre 24, 2008

Tomó al hombre por la espalda, sus manos posadas fuertemente en los hombros de aquel lo condujeron por un camino. LLegando al muro le permitió dar vuelta y mirarla. No había nada, ni un sol, ni una luna, ni mil veces, ni otoños en la banca del parque, ni lágrimas después. Nada.
Quitó la camisa, botón a botón fué dejando marcas en el viento, que volaron hasta lo mas alto. En el torso le dibujó un sonido grave, pero él aún no podía mirarla, escucharla dispersar la tinta, deslizar el pincel, presionar.
Le arrancó la piel de un solo tirón, sus labios recorrieron cada fibroso músculo en busca de ella misma, y las hojas que se olvidaron en el librero, las que se derramaron en lenguas hambrientas sobre el hambre, esperaban lectura pegadas ya en el muro.
Con la boca de rojo hemoglobina cantó el verso del niño que moja sus zapatos, resbalando en las palabras de la orilla, como la espuma en la cresta de las olas. Con la certeza de poder existirla, trató de entender al infante navegante de agujetas, pero se perdió en la falta de encontrar, en el deseo, en la comisura.
Las estrellas, vestido de la noche poco audáz, llenaron sus manos con siluetas, ella vistió al hombre con espejismos y lo calzó. Devolvió la piel al cuadro y apagó la luz del faro. Se fue con las siluetas.

Libélulas tornasol

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